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EOLOMEA (1972)

Ficha técnica

Nacionalidad: RDA / URSS / Bulgaria
Productora: DEFA Studio für Spielfilme
Dirección: Herrmann Zschoche
Guion: Angel Vagenshtain (novela) y  Willi Brückner
Dirección de fotografía: Günter Jaeuthe
Música: Günther Fischer
Intérpretes: Cox Habbema (Prof. Maria Scholl), Ivan Andonov (Daniel Lagny), Rolf Hoppe (Prof. Oli Tal), Vsevolod Sanaev (Kun, el piloto)
Duración: 82 m.

Uno de los indicadores que miden la influencia de un producto es su capacidad para propagar su fondo y su forma en el espacio y el tiempo, pero sobre todo en su momento, provocando un impacto en la cultura de la humanidad de tal manera que todo (o casi todo) parece orbitar a su alrededor. Es aquello que se denomina con el término de «moda», que en estadística refiere a aquel elemento que más se repite dentro de un conjunto, y que en el ámbito cultural atiende a todo aquello que influye de tal modo en la sociedad que se transforma en un paradigma que sobrepasa sus fronteras, tanto las físicas como las intelectuales y/o espirituales.

El panorama mundial a finales de los años sesenta presentaba un agitación que no se había visto desde los años treinta, cuando el mundo se precipitó a un conflicto de ámbito planetario. Los Estados Unidos casi no se habían repuesto del asesinato en 1963 de John F. Kennedy, cuando también murieron en atentados el activista Malcolm X (1965), el predicador Martin Luther King (abril de 1968) y el hermano del fallecido presidente y candidato demócrata a la presidencia, Robert F. Kennedy (junio de 1968). Precisamente este mismo año de 1968, más al sur, en México D.F. se produjo el 2 de octubre la matanza de la Plaza de las Tras Cultural de Tlatelolco, donde murieron asesinados centenares de estudiantes (las cifras oscilan entre las 200 y las 1500 personas). En Europa se vivían momentos de cambio, encabezados por el mayo parisino y la Primavera de Praga como arietes de otras protestas en diferentes puntos del continente.

En este clima político, cultural y social, y coincidiendo con los preparativos de la llegada del hombre a la Luna, a principios de abril del significativo año del '68 se estrenó 2001: una odiesea del espacio (2001: A Space Odyssey, Stanley Kubrick), y su impacto mundial fue tan espectacular que revolucionó la forma en la que comenzó a verse y producirse toda relación del ser humano con el espacio: se potenció lo verosímil en detrimento de la fantasía, al mismo tiempo que se empezó a ligar el viaje físico por el vacío con el trayecto iniciático que espiritualmente debería iniciar la humanidad si quería explorar más allá de su atmósfera, manteniendo la mente abierta para cualquier encuentro.

Porque el término «viaje» (trip, en su acepción inglesa) iba más allá de un mero trayecto físico (como se encargó de enfatizar el departamento de publicidad de la película 2001): también tenía mucho que ver con el uso de drogas y/o alucinógenos que tan de moda estaban en la época, y que habían generado la llamada «cultura hippie».  Así, el astronauta Bowman (Keir Dullea) se interna al final de su trayecto en un túnel hecho de luces de colores, adentrándose en una contemplación de la historia del mundo en la que el espacio y el tiempo se fusionan en un espectáculo compuesto por incertidumbres y paradojas, por respuestas a las que aún no se ha formulado las correspondientes preguntas, y por un destino final en forma de principio (el anciano se convierte en un feto nonato) haciendo buena la máxima nietzscheana del eterno retorno.

Llegando por fin, después de un largo y duro preámbulo, a esta Eolomena (1972), el espíritu del «chamán» Kubrick también se instaló en la sensibilidad de su inesperado alumno Herrmann Zschoche, el realizador germano-oriental de esta película, que se intoxicó del carácter lisérgico de 2001 a través de una serie de imágenes abstractas que pueblan asímismo su universo visual: efectos visuales que remiten al «viaje» narcótico necesario para conseguir la trascendencia de nuestra condición física [1] o, al menos, para poder sobreponernos a un viaje interestelar que denote nuestras limitaciones.

Por otra parte, cabe destacar al hecho de que esta película tiene una protagonista femenina, la profesora Maria Scholl (Cox Habbema), un elemento no demasiado habitual, sobre todo en un género como la ciencia-ficción. Pero, además, y sobreponiéndose a su propio tiempo, este personaje adopta actitudes que, suponían en aquella época, serían las que dictarían el entorno femenino en el futuro como promesa de un mundo mejor: fuerte liderazgo profesional e independencia social hacen de ella un paradigma digno de ser aplaudido, llegando su autonomía hasta el punto de ser quien lleve la iniciativa sexual en sus relaciones sin ser juzgada por ello [2].

Sin embargo, esta película está plagada de defectos (argumentales, artísticos, técnicos, etc.) que hacen que no pueda ser tomado como uno de los mejores ejemplos de ciencia-ficción socialista: su confuso montaje, su ramplona realización, unos paupérrimos decorados o un argumento demasiado simple para las expectativas generadas en un principio hacen poca atractiva su recomendación, más allá de contemplar con ojos nostálgicos, propios del gusto por lo retro, una película que nos muestra cómo veían los comunistas alemanes un futuro en el que ellos jamás podrían participar.

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[1] Circunstancia necesaria para unirse a los extraterrestres que en la novela El fin de la humanidad, de Arthur C. Clark, argumento que primeramente quiso adaptar Kubrick, pero cuyos derechos ya estaban adquiridos, recurriendo al «plan B» de escribir una nueva historia «a cuatro manos» que se titularía 2001: una odisea del espacio.

[2] A pesar de lo que se pueda pensar, pues normalmente se cree que en los países del Pacto de Varsovia había una gran represión sexual, algunos estudios y artículos periodísticos destacan la satisfecha vida sexual que los habitantes de la Europa comunista, sobre todo las mujeres, pudieron disfrutar durante varias décadas.


TRETYA PLANETA (1991)

Ficha técnica

Título castellano: El tercer planeta
Título inglés: The Third Planet
Nacionalidad: URSS
Productora: Lenfilm Studio
Dirección: Aleksandr Rogozhkin
Guion: Aleksandr Rogozhkin
Dirección de fotografía: Nikolai Stroganov
Música: Gennadi Belolipetsky   
Intérpretes: Anna Matyukhina, Boris Sokolov, Svetlana Mikhalchenko, Konstantin Polyansky, Georgi Pankratov
Duración: 99 m.

Cuando a finales de los años setenta los hermanos Arkadiy y Boris Strugatskiy escribieron su Picnic extraterrestre, retomaron la idea de un espacio de exclusión que siempre había funcionado extraordinariamente bien en los relatos fantásticos, estableciendo la alegoría sobre un territorio vedado a las miradas y las presencias incómodas, pues en sus límites se fundaba la frontera entre lo prohibido y lo permitido. Esa dicotomía dentro/fuera supone un jugoso fruto para jugar a las adivinanzas: ¿qué se esconde en su interior? ¿quién se interesa tanto en su clausura? ¿por qué nos reclama con su poderosa voz? Al fin y al cabo, cualquier espacio cerrado reclama ser abierto para observar lo que encierra, pues el ser humano no habría llegado a donde está si no fuera por su insaciable curiosidad. Así pues, la tentación está servida.

La Unión Soviética siempre fue un espacio clausurado a las indiscretas miradas del resto del mundo, pero en su interior también contenía subdivisiones espaciales vetadas para sus propios ciudadanos: bases militares secretas, silos de misiles, gulags, etc. Áreas cercadas por miles de kilómetros de alambrada [1]. Pero el accidente de la central nuclear de Chernóbil generó en 1986 otro tipo de territorio, uno que provocaba tal pánico con solo nombrarlo que no era necesario su aislamiento mediante un cercado: el terror estaba en el aire, en el hecho de estar dentro de sus límites e inspirar su tóxica atmósfera, exponiéndose a una inexorable y lenta muerte.

Ese espacio aislado e indeterminado tuvo, pues, varios niveles de evolución: los Strugatskiy lo crearon sobre el papel, el realizador Andrei Tarkovsky lo filmó, y la realidad terminó por darlo forma, estableciendo su dimensión tangible y bautizándolo para siempre con el mítico nombre de «la zona» [2], el espacio maldito por antonomasia que genera leyendas de todo tipo. Terroríficas para la mayoría, sagradas para unos pocos.

Sobre esta base, el director y guionista Aleksandr Rogozhkin trató de actualizar en esta Tretya planeta los paisajes de Stalker (1979), incluyendo en el itinerario de los protagonistas paisajes arquitectónicos similares a la devastada Prípiat y exuberantes bosques, donde la Naturaleza invade lo que el ser humano ha abandonado. El viaje de ese padre que desea una cura para la enfermedad de su hija, comenzando en un país capitalista —que, a pesar de su abundancia, no logra ofrecerle una solución—, recala en la Zona, un espacio del que se sabe tan poco que aquello que se ha escrito sobre sus habitantes tiene que ver más con la leyenda que con la realidad: sus mutaciones les emparentan con la divinidad en el imaginario colectivo, y los que allí acuden terminan por ser víctimas de su propia desesperación —pues los poderes de estos seres, aunque mágicos, no pueden obrar el milagro.

Es este punto la principal virtud de un film —por otro lado, repleto de defectos, tanto argumentales como propiamente cinematográficos— donde se expone el choque entre la fantasía y la realidad: el padre acaba maldiciendo las páginas donde leyó relatos que tomó como reales, pero que al fin y al cabo eran pura ficción, simple literatura. El territorio acotado y prohibido no esconde la mágica salvación del cuerpo, sino la del alma, pues su tesoro oculto se compone de la libertad de unos individuos en comunión con la Naturaleza. Confinados a unos límites estrictos, sí, pero viviendo en una perpetua primavera, donde la única economía conocida es el trueque y la sexualidad se vive abiertamente, sin sentimiento de culpa o pecado. ¿Es la Zona un recuperado Paraíso original,  el «tercer planeta» al que deberíamos emigrar? Tal vez, pero lo que está claro es que, más allá de sus límites, solo hay invierno y muerte, un paisaje apocalíptico que enuncia el inexorable fin del homo sovieticus. Ese mismo año de 1991 se arriaba la bandera roja en el Kremlin. Profecías a parte, era la crónica de una muerte anunciada.
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[1] Elemento destacado por el reportero polaco Ryszard Kapuścińsk en su obra El imperio (1994), donde se pregunta cuántas miles de toneladas de acero y cuántos rublos costaría a las arcas soviéticas la construcción de dicha cerca de alambre.

[2] Término que también da nombre a una magnífica serie de televisión producida por Movistar+ en España, dirigida y escrita en 2017 por otro par de hermanos, los Sánchez-Cabezudo, y que también retrata las consecuencias de un accidente nuclear. Las similitudes entre ambas obras son, cuanto menos, significativas.