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'HUKKUNUD ALPINISTI' HOTELL (1979)

Ficha técnica

Título inglés: Dead Mountaineer's Hotel
Nacionalidad: URSS
Productora: Tallinnfilm
Director: Grigori Kromanov
Guion: Arkadiy y Boris Strugatskiy (novel: Inspector Glebsky's Puzzle [1970])
Dirección de fotografía: Jüri Sillart
Música: Sven Grünberg
Intérpretes: Uldis Pucitis (inspector Peter Glebsky), Jüri Järvet (Alex Snewahr), Lembit Peterson (Simon Simonet), Mikk Mikiver (Hinckus), Karlis Sebris (Mr. Moses), Irena Kriauzaite (Mrs. Moses), Sulev Luik (Luarvik)
Duración: 80 m.

Mucho se ha comparado esta historia con el relato de Agatha Christie Diez negritos (Ten Little Niggers, 1939), sobre todo a raíz de una escena en la que los inquilinos de un hotel de montaña cenan en torno a una mesa, siendo todos ellos son sospechosos de un misterioso asesinato que, por lo que parece, no se ha producido. El encargado de resolver el entuerto es uno de los comensales, un policía que se ha desplazado hasta tan remoto hospedaje alertado por una llamada anónima que ha denunciado el trágico (e inexistente) suceso, encontrándose con un refugio alpino repleto de incógnitas, donde nadie parece ser quien dice.

Este relato policíaco irá derivando hacia el género que nos ocupa, la ciencia ficción, debido a la presencia de extraterrestres y androides entre los residentes del hotel, quienes temen por su vida al haber prestado (de manera ingenua e involuntaria) ayuda a unos gangsters que han decido matarles. Por lo tanto, se podría deducir que la llamda de auxilio la habrían realizado ellos como medida preventiva ante las amenazas de los delincuentes, prestando el policía las labores de protector y testigo de los sucesos. Así, de su mano, los espectadores asistimos a los vericuetos de una historia fantástica, repleta de quiebros argumentales, personajes desdoblados (atención a la gran cantidad de reflejos en multitud de superficies, que amplían esa dimensión caleidoscópica de los protagonistas), versiones del relato desde varios puntos de vista (que emparentan la historia con el Rashomon de Akira Kurosawa) e intervenciones de fuerzas terrenas y ultraterrenas, remarcadas estas últimas presencias a través de una banda sonora verdaderamente sorprendente: el joven músico Sven Grünberg (que contaba con 22 años cuando se realizó este filme) compuso una partitura muy novedosa para su época, siendo Dead Mountaineer's Hotel la primera película de la Europa comunista donde se utilizaba el rock progresivo de sintetizador.

Sin embargo, su adscripción al género de la ciencia ficción resulta ser tan solo una excusa para plantear un relato moralizante: el inspector de policía tiene el poder de intervenir para salvar a los extraterrestres de un destino aciago, pero sus dudas y un fuerte sentimiento de respeto al reglamento propician un trágico final para los visitantes galácticos. Con su discurso final, dirigido directamente a cámara, trata de justificarse, escudándose en su estricto cumplimiento del deber y en su desprecio hacia unos seres que no eran humanos (a pesar de que habían logrado iniciar algún romance entre los inquilinos del hotel, un gesto que, sin duda, les humanizaba). Sin embargo, en sus palabras y en su nerviosa y agresiva actitud percibimos la contradicción propia de aquel que, excusándose en poderes superiores, ha permitido (por acción u omisión) la muerte de unos seres vivos que podrían haber ayudado a la humanidad en su conjunto. Han sido esos mismos poderes que él defiende los que han acabado con el ansiado contacto alienígena, destapándose un complot de dimensiones políticas. Es quizás esa ingenuidad la que el protagonista se niega a admitir: la de colaborar con un sistema asesino, que elimina cualquier presencia que discuta su omnímodo poder. Un apunte crítico que no siempre ha sido advertido por los espectadores que se han acercado a esta humilde producción de ciencia ficción soviética.

POSETITEL MUZEYA (1989)

Ficha técnica

Título inglés: A Visitor to a Museum
Nacionalidad: URSS / República Federal Alemana / Suiza
Productora: CSM Productions / Goskino / Lenfilm Studio
Director: Konstantin Lopushanskiy
Guion: Konstantin Lopushanskiy
Dirección de fotografía: Nikolai Pokoptsev
Música: Vladimir Deshov, Viktor Kisin y Alfred Shnitke
Intérpretes: Viktor Mikhaylov, Vera Mayorova, Vadim Lobanov, Irina Rakshina, Aleksandr Rasinsky
Duración: 128 m.

El principal problema de establecer categorías genéricas está en la aparición de todos aquellos puntos ciegos donde las etiquetas se vienen abajo. Son espacios donde la mixtura y la falta de definición echan por tierra todas las definiciones que se hayan podido hacer, construyendo una tierra de nadie aparentemente estéril, donde pocos exploradores se atreven a adentrarse. Por eso es donde, a veces, se esconden los últimos tesoros por encontrar. Aunque para ello se tenga que cavar muy profundo.

A Visitor to a Museum no contiene aquellos elementos visuales que lo puedan anclar a un género como el de la ciencia ficción. Sin embargo, sí posee un ambiente peculiar, una serie de extraños significantes que, si no lo emparentan con el mencionado género, sí que lo hacen con el más amplio del fantástico: su fotografía y su música crean una ambientación repleta de extrañeza, un mundo paralelo a la realidad cotidiana y reconocible que nos acompaña diariamente. Así, cualquier detalle que aparezca en pantalla, por mínimo que pueda ser, adquiere un significado nuevo, misterioso, casi sobrenatural, haciendo saltar las alarmas sobre que aquello que estamos contemplando está contenido en otro plano de la existencia. Uno que puede estar por ocurrir.

Aquí acompañamos a un viajero, un explorador disfrazado de turista, que arriba a un lugar de características especiales: un gigantesco basurero, un espacio dominado por la suciedad donde otros seres humanos viven aislados por miedo a algo invisible. La extrañeza del paisaje y de las situaciones que el protagonista se encuentra no parecen ser mayores que las nuestras. De hecho, los primeros fotogramas de la película contienen algunos elementos que otorgan un tono onírico a lo mostrado: no solo por esa luz roja que ilumina al hombre que comenzamos a seguir, navegando a bordo de lo que podría ser la barca de Caronte atravesando las aguas de la laguna Estigia (por lo que esa otra orilla a la que arriba confirmaría su sentido infernal) mientras alguien le grita "loco", sino sobre todo por varias miradas que arroja a la cámara mientras dice "¿Qué quieres de mí?". Podríamos pensar que se refiere a nosotros, espectadores del inicio de su periplo, aunque más bien podría estar interpelando a dios, quien, a través del realizador y guionista de la película, observa a un personaje que está a punto de encontrarse con él (como veremos durante el transcurso del filme).

Así pues, comenzamos a encontrar distintos elementos de índole fantástico que nos remiten a un mundo futuro en el ámbito de lo plausible, arrojando su argumento datos dispersos según transcurre su metraje: catástrofe medioambiental que ha contaminado las aguas, maldiciendo al género humano de tal forma que la mitad de los nacidos contienen taras físicas, psicológicas y mentales. Efectivamente, la humanidad ha comenzado a dividirse entre "normales" y "degenerados", viendo los primeros entre el miedo y la repugnancia hacia los segundos, utilizándoles en algunas ocasiones como esclavos o sirvientes. Observamos en el protagonista un sentimiento de hastío y resignación hacia esta situación: no le vemos cómodo en el lugar donde se aloja, una antigua estación meteorológica a orillas del mar, donde observa actitudes de desprecio hacia estos seres humanos de características especiales. Pero, ¿por qué ha llegado allí, un lugar que parece el fin del mundo en todos los aspectos?

Poco a poco, comenzamos a descubrir algunos de los misterios de tan insólito paraje: la marea baja de forma drástica, descubriendo durante siete días un pasaje de tierra hacia un museo, un lugar mítico y lleno de misterios que el protagonista ha decidido visitar aprovechando sus vacaciones laborales. Sin embargo, su estancia en aquel hospedaje, esperando la retirada de las aguas (nuevamente una referencia mítico-religiosa: en concreto y evidentemente, Moisés), devendrá en una transformación personal: esas personas repletas de taras se agarran a la religión como expresión de su tortura vital, y toman a nuestro hombre como el esperado mesías que los liberará de sus ataduras materiales. Comenzará entonces un serial de rituales y exorcismos hasta reducirle a un ser catatónico, estado que superará para emprender la definitiva búsqueda de un dios que se niega a mostrarse.

Al analizar Letters from a Dead Man, ya hablamos de la especial relación del cine de Konstantin Lopushanskiy con el de Andrei Tarkovsky, fundamentalmente al haber ejercido tareas de asistente de producción en Stalker (1979), observando de primera mano la técnica de su maestro. Debido a ello, sus estilos y el sentido de sus películas son muy similares, observando numerosas concomitancias formales y argumentales: largos planos secuencia, profundos silencios y numerosos soliloquios que ilustran un conflicto existencial derivado de un significativo vacío espiritual, en unos entornos áridos que magnifican un extremo sentimiento de ansiedad. En A Visitor to a Museum, cualquiera podría confundir el sentido de su reflexión general, proponiendo a esos "indeseables degenerados" como fervorosos y radicales seguidores de Cristo, asimilando su tara mental con su religiosidad (en concordancia con la línea ideológica dominante en la Rusia soviética, laica y laicista). Sin embargo, un vistazo no demasiado minucioso nos invita a pensar en sentido contrario: la película se posiciona sin ninguna duda al lado de esos seres espirituales, no solo por oposición a esos otros "normales" (personas antipáticas, recelosas, soberbias, hedonistas, despreciables, etc.), sino por el amor con el que están filmadas sus miradas, plenas de gran sencillez y bondad, en las que se contiene la gran esperanza para una humanidad desahuciada de un planeta al que ha maltratado, abusando de él hasta su agotamiento.

Esta último aspecto es el que parece guiar el sentido de la película, pues, como en Letters from a Dead Man, el espectro del desastre de Chernóbil parece planear sobre sus fotogramas: un país y una sociedad demacrados por la catástrofe, cuyas cicatrices aún supuran radioactiva enfermedad. Más que un accidente, la consecuencia directa de su propio engreimiento, la soberbia de un sistema incapaz de mantener el ritmo del progreso sin devastar su medioambiente. Restos de un accidente que se transmiten de padres a hijos, generación tras generación, maldiciendo la estirpe de aquellos que fracasaron en su intento de crear un paraíso en la Tierra. Y, mientras tanto, dios sin aparecer, sin dar señales de su existencia para ofrecer consuelo y esperanza. Así es como se retrata el vacío del hombre moderno: caminado hacia el apocalipsis.

 

ZVYOZDNY INSPEKTOR (1980)

Ficha técnica

Título inglés: The Star Inspector
Nacionalidad: URSS
Productora: Mosfilm
Director: Mark Kovalyov y Vladimir Polin
Guion: Mark Kovalyov, Vladimir Smirnov y Boris Travkin
Dirección de fotografía: Vladimir Fastenko
Música: Boris Rychkov
Intérpretes: Yuri Gusev (Sklyarevsky), Vilnis Bekeris (Stiv Wilkens), Vladimir Ivashov, Timofey Spivak, Valentina Titova, Emmanuil Vitorga
Duración: 77 m.

The Star Inspector es una película que, a ojos de occidente, nació vieja, pues si comparamos el cine que se estaba haciendo en el ámbito capitalista por aquellas mismas fechas, podemos observar cómo la estética que destila este filme había sido superada hace ya tiempo: rock progresivo en su banda sonora, efectos visuales psicodélicos, uniformes «tipo pijama», decorados de cartón piedra, etc. Visualmente hay muchas similitudes con la serie de televisión Star Trek (Gene Roddenberry [cr.], 1966-1968), pero como si esta hubiese estado rodada con mucho menos presupuesto... e infinitamente menos talento.

Todo en ella suena a retro y cutre: mal planificada, mal filmada, mal interpretada, con unos escandalosos saltos de raccord, unos sets de rodaje que parecen pequeños platós de televisión (por ejemplo, la sala de control de la nave espacial es un cubícuo con dos asientos plateados y unos paneles en las paredes que simulan mapas de la galaxia), etc. E incluso su guion resulta escaso en su desarrollo, pues se basa en un argumento bastante simple y trillado (un misterio acerca de una tripulación perdida, víctima de los intereses especulativos de un potentado internacional).

¿Existe algún elemento que, hoy en día, nos pueda hacer ver una película así? Pues, aunque parezca mentira después de todo lo dicho, los hay, pues en ella encontramos un cierto encanto, con unos efectos especiales muy rudimentarios que nos remiten a un tipo de cine que no trataba de deslumbrar con grandes alardes. Si a esto unimos su banda sonora, con una partitura que estaba a punto de pasarse de moda, tenemos un ejemplo perfecto de la estética que ya estaba muriendo a principios de los años ochenta, pero que dio obras tan reivindicables como el Flash Gordon de de Mike Hodges, realizado también en 1980 (aunque la distancia entre esta y nuestro "inspector espacial" es abismal, lógicamente).

Pero esto no es todo, ya que encontramos en su argumento algunas notas que nos hablan de la Unión Soviética de aquellos años. En concreto, que en el relato aparezcan una máquina infernal que roba la memoria y que la actitud de la tripulación de la nave de rescate sea bastante díscola con las órdenes de sus superiores nos hablan de un país en pleno cambio, una sociedad que se apartaba de la férrea disciplina dogmática (dando carpetazo a los últimos coletazos del estalinismo, representados por Leónidas Breznev) y se disponía a embarcarse en el reformismo que traería bajo el brazo Mijaíl Gorbachov. Nuevos tiempos que tardarían algo en llegar, pero que ya estaban siendo representados por la ale´goría de la ciencia ficción.

WOJNA SWIATÓW - NASTEPNE STULECIE (1981)

Ficha técnica

Título inglés: The War of the Worlds: Next Century
Nacionalidad: Polonia
Productora: Zespol Filmowy "Perspektywa"
Director: Piotr Szulkin
Guion: Piotr Szulkin
Dirección de fotografía: Zygmunt Samosiuk
Música: Jerzy Maksymiuk y Józef Skrzek
Intérpretes: Roman Wilhelmi (Iron Idem), Krystyna Janda (Gea), Wieslaw Drzewicz (viejo demente), Mariusz Dmochowski (jefe del canal de televisión), Stanislaw Gawlik (portero), Jerzy Stuhr (abogado), Marek Walczewski (comité de recepción), Bozena Dykiel (enfermera)
Duración: 93 m.

Cuando el ser humano piensa en qué habrá más allá de la estratosfera, siempre le asaltan las mismas dudas. De existir los seres extraterrestres y tener la posibilidad de entrar en contacto con ellos, ¿cómo sería esta relación? Algunos piensan que, si han desarrollado la tecnología capaz de viajar por la galaxia, su civilización será mucho más avanzada que la nuestra en todos los sentidos y, por lo tanto, la benevolencia será el espíritu que rija su moralidad. Sin embargo, esta suele ser la opinión menos extendida sobre aquello que vendrá del espacio exterior: normalmente se tiende a pensar en cómo los seres humanos nos hemos comportado entre nosotros, de qué manera los colonizadores, con un mayor desarrollo tecnológico disponible, han sometido a sangre y espada a aquellos pueblos más atrasados con los que se han topado en su afán depredador. Esclavitud, tortura, hambre, miseria, etc., han sido los presentes que los conquistadores han repartido entre millones de nativos de todo el orbe.

No es de extrañar, por lo tanto, que cuando se piense en un relato que escenifique la futura (y quién sabe si probable) visita intergaláctica, casi siempre acuda a la memoria el inmortal relato de H.G. Wells La guerra de los mundos. Escrito a finales del siglo XIX (concretamente, en 1898), se presentó desde un principio como una alegoría muy bien camuflada: bajo su fantasía corría una feroz crítica contra el colonialismo británico y su forma de dominación, pues al dar la vuelta a la tortilla y proponer un poder superior al del imperio de su graciosa majestad ejerciendo la violencia en territorio británico, serían sus súbditos los que pasarían de ser metrópoli a sometida colonia. Con esta premisa simbólica, las adaptaciones que en los distintos medios audiovisuales se han realizado adquieren otro significado mucho más rico: Orson Welles estaría avisando de los peligros del nazismo en su emisión radiofónica de 1938, George Pal de la amenaza comunista en 1953 (años de plena «caza de brujas»), y Steven Spielberg en 2005 sobre los convulsos momentos post-11S (tanto de la invasión terrorista en USA como de la invasión de Irak por los marines).

Que a principios de la década de los ochenta un cineasta polaco se interesara por esta novela no es en absoluto baladí, puesto que las injerencias soviéticas sobre su gobierno en esa época eran tan evidentes que la metáfora saltaba a la vista por sí sola. Quizás el realizador y guionista podría haberse escudado en haber realizado un filme sobre la pérdida de identidad e independencia de su país (pues ya sabemos del carácter nacionalista y patriótico que alberga cada polaco en su interior), haciendo pasar el relato como una alegoría sobre la ocupación nazi durante la II Guerra Mundial. La excusa podría haber sido creíble, siendo una estrategia para escapar de la censura, pues el carácter universal de la novela de Wells ofrece la suficiente cobertura como para utilizar cualquier quiebro ideológico que a cada cual le apetezca (de ahí la gran cantidad de versiones que, en cada momento, han expresado distintas situaciones políticas).

Sin embargo, lo interesante y verdaderamente novedoso de esta adaptación de La guerra de los mundos está en el énfasis con el que ataca al medio televisivo y su utilización como herramienta de manipulación. De hecho, su protagonsita, llamado con el curioso nombre de Iron Idem, es el presentador del más exitoso noticiario televisivo. La acción nos traslada a un futuro no demasiado lejano, pues los hechos ocurren los días inmediatamente anteriores a la llegada del siglo XXI. Los humanos llevan pocas semanas conviviendo con los marcianos, y su influencia se deja notar: la burocracia y la policía han optado por el más sumiso colaboracionismo, y la televisión no escapa a esta estrategia de control. Al llegar a su puesto de trabajo, Iron es forzado a dar las noticias coartado, con un guion prescrito que no debe salirse de la nueva línea oficial. Sus reticencias, aunque tímidas, son interpretadas como un síntoma de rebeldía, comenzando para él el calvario de ver cómo le es arrebatado todo aquello que ama: su trabajo, su esposa, su domicilio... y, finalmente, su dignidad.

Su caída en desgracia se convierte en un laberinto a medio camino entre lo kafkiano y lo orwelliano, cumpliendo las bases de la perfecta distopía: una población que cede sumisamente a los intereses de un Gran Hermano superior, cuyo poder de manipulación alcanza a todos los estratos de la sociedad. La actitud pasiva de los ciudadanos, que sucumben al miedo y deciden cooperar para preservar sus intereses y privilegios, le permite a Szulkin abordar la teoría sobre la «banalización del mal» desarrollado por Hanna Arendt dos décadas atrás: el colaboracionismo no solo se observa como una forma de supervivencia, sino como la consecuencia lógica de una sociedad fuertemente jerarquizada, donde las órdenes circulan de arriba a abajo y este sistema funciona como una disciplina castrense, impedidos los individuos para mantener una actitud crítica o, incluso, insumisa. Así, los ciudadanos son fuertemente reprimidos policialmente en un principio, pero es el propio sistema impuesto el que se encarga de convertirlos en una pieza más de un gran engranaje político y social, en el cual es casi imposible girar en otro sentido que no sea el establecido.

Y, como ya hemos anunciado, la televisión es el medio escogido para realizar ese control social, tanto en los espacios públicos como en los privados: desde la calle, sobre postes y con grandes altavoces, hasta en los restaurantes (donde constantemente se emiten películas de alto contenido erótico: el sexo como otro componente de dominio de la voluntad) e, incluso, las celdas de la prisión o, lo que rezuma mayor gravedad, los confesionarios de la iglesias, donde el protagonista se encuentra con su propia imagen en el receptor televisivo, quien le aconseja, evalúa y condena moralmente. También encontramos la ya aludida manipulación a través de su poder de persuasión, pues lo mostrado es inmediatamente percibido por los espectadores como real, como una verdad fidedigna e inalterable. La sala de realización del noticiario se transforma así en un verdadero centro de control que dibuja el panorama más idóneo para el poder, recurriendo al montaje (la herramienta que permite trocear la realidad y seleccionar aquellos fragmentos más adecuados para crear un relato determinado) y la voz en over como máxima expresión de deformación.

Adquiriendo conciencia sobre la gravedad de la situación, Iron Idem (o, al menos, la persona que había bajo la peluca de ese presentador de éxito y prestigio) decide actuar, escogiendo como escenario más apropiado la fiesta de despedida de los marcianos. Irrumpe en el escenario y, después de ser aclamado como el ídolo de masas que es, comienza un discurso que transcribimos por su poder, pero también por su pertinencia actual:

“Parece que os estáis despidiendo de los marcianos. Yo también quiero despedirme de vosotros. Pero eso no es motivo de tristeza. Simplemente, a partir de mañana, vais a querer a alguien diferente. ¿Sabéis por qué me queréis? Cuanto más estúpido era mi programa, os sentíais más sabios. Y, precisamente, se trataba de eso. Del caos de la tele escogéis las verdades que consideráis convenientes. Asimiláis sólo lo que os afirma en la convicción de que la pasividad es virtud y necesidad. Porque es precisamente en lo que queréis creer. Lloráis, tenéis lástima de vosotros, ¿y qué hacéis entonces? Os sentáis frente del televisor y os sentís absueltos, más humanos que los que estáis mirando. Pero veis iguales que vosotros. Iguales de hipócritas, iguales de débiles, iguales de sumisos. La televisión está creada a imagen de vosotros. Dejad de ser una multitud de imbéciles. […] Estáis aturdidos, sin voluntad propia. Os mandan donar la sangre, la donáis. Os mandan andar a cuatro patas, lo haríais. Venderíais la dignidad, la honradez, para tener un televisor más grande, para recibir las migajas del poder. Cada uno de vosotros quiere gobernar y cada uno es esclavo. Cada uno es violado, pero lo único que quiere es violar a otros. ¿En qué sois distintos a los que escupís? ¡En nada! ¡Somos idénticos!”.

Su arenga es truncada por la acción policial, mientras el público arroja a nuestro protagonista todo tipo de objetos por haber interrumpido de esa manera el espectáculo. La explicación de esta actitud se la dará el realizador de la retransmisión, dentro de su cabina de control: “Te falta tacto. No retendrán en la memoria nada de lo que dijiste. Es una lástima. ¿Con qué contabas? ¿Has olvidado por qué nos quieren? Porque les damos la ficción”. O, lo que es lo mismo, el dulce sabor del caramelo envenenado, que adquiere su verdadero amargor hacia el final de la representación: la última mirada a cámara del protagonista nos revela el carácter fantasioso de lo narrado, pero también una rutina de preguntas a las que el espectador (fundamentalmente, el de la Polonia de aquel momento) deberá responder: lo que acabamos de ver, ¿es lo que podría pasar... lo que pasará... o lo que está pasando? La respuesta que cada uno se dé condicionará, sin duda, su puesto en el «nuevo orden».